Por: Franz Sánchez
Mi cuarto estaba hecho un muladar, ropa tirada por el piso, papeles revoloteados, libros de mis tres julios (Verne, Cortázar y Garrido), afiches de Reese Witherspoon, folletos que conservo desde primer ciclo que no pensaba botar porque creía que no podría vivir sin ellos, y una infinidad de etcéteras. Así que decidí de una vez por todas arreglar ese infierno, para ello me envestí en un traje presurizado a prueba de todo, y luego me sumergí en la odisea del abandono.
Y cada vez que quiero ordenar mis cosas, comienzo por lo menos importante para mí, o sea los trapos a los que llamamos ropa. Pero después, y a medida que reduzco el barullo, con meticulosidad que resulta sorprendente en mí, selecciono cada artículo, texto, folleto, revista, periódico, libro, y hoja suelta que encuentre, deteniéndome en cada uno de ellos, haciendo que la jornada sabatina termine muy tarde.
Al fin de la proeza, orgulloso de mi sobrenatural esfuerzo, con el corazón atragantado en la garganta, lleno de polvo añejo, observo un rincón de la pared y me percato de que se ha formado una tela de araña de dimensiones considerables, que eclipsa la luz de la ventana y que le da un clima perfecto a mi espacio opaco.
Decido entonces averiguar, si mi compañera de habitación está a gusto con mi compañía. Una vez cerca de la telaraña, me maravillo con los diseños tan intrincados que ha tejido mi vecina, soplo suavemente para no romper ninguna de sus sedas, y veo que recorre ella, con mucha elegancia cada tramo de su creación. Entonces le regalo una sonrisa y me voy…
Y en las noches, la sentía descender y recorrer palmo a palmo la habitación, y a veces me dormía pensando en las cosas que mi “partner” habría hecho durante el día. Todo ello constituía un pacto tácito, yo no la molestaba, y ella me libraba de cualquier insecto volador que pretendiera invadir mi territorio.
Pero ayer fue un día muy extraño. Llegué a la privacidad de mi espacio compartido, y cuando recostado sobre la cama, con las manos entrecruzadas al pie de mi cabeza, observaba la pared, noté un horripilante espacio blanco en el rincón de mis divagaciones. Di un brinco involuntario, y fui a buscar mi telaraña, a encontrar a mi amiga… pero no estaba. No sabía lo que ocurría, ¿cómo desapareció sin dejar rastro alguno?, ¿pudo haberse mudado del sitio?, ¿no toleró más mi presencia, y decidió huir de ella?
Suena la puerta del cuarto, entra mi abuela y dice
—¿Qué haces parado en un rincón Franz?
—Mamáma… ¿Dónde está la araña que deje en mi cuarto?
—Qué…. En la mañana limpié las ventanas y le dí un escobazo a la tremenda telaraña que había allí.
—Pero si no te hacía nada ¿por qué la mataste?
—Te pudo picar… y tú, como vives en las nubes, ni cuenta te hubieras dado.
Se cierra la puerta. Y yo regreso triste a mi cama. Sentí el hecho de ver un espacio, quizá pequeño para cualquier otra persona pero inmenso para mí, como de mucha influencia en el transcurrir de mis días.
Hoy, paso de frente sin voltear al rincón de mis divagaciones, porque creo que allí yace algún significado de la vida misma. Y es que, si se siente tan necesaria la existencia de alguien o de algo, y de súbito desaparece de ti… no vuelve a ser nada igual. Tenemos la férrea idea de que todo tiene que permanecer igual siempre, de que debería existir un estado quieto de las cosas. Perdemos, perdemos mucho en este mundo… sin embargo ¡habíamos venido sin nada!
No cabe la posibilidad de aferrarnos a nadie ni a nada, y es que en algún momento, todos perderemos a alguien a quien queremos mucho, a alguien a quien amamos, dejaremos ir o se nos arrebatará algo con lo que nos habíamos acostumbrado a convivir.
Con todas las desavenencias o discrepancias, por más “picaduras” que pudiera infligirnos el otro ser, siempre habrá un hondo espacio ante la pérdida de lo que conocíamos.
Espero estar preparado para cuando llegue el día en que tenga que perder a quien considero la brújula de mi vida, y pueda comenzar a construir nuevos rumbos ya sin la presencia de mi guía. Ese día no me va a destruir.
Mientras tanto sigo sin ver el rincón de mis divagaciones porque mucha abstracción hace daño. En el camino continuo de los comienzos y los finales, tendré que ir aprendiendo, en algún momento, a no decir hasta luego, sino que en su lugar construiré con mis labios un… “adiós”